En una de mis últimas monsergas levantaba mi voz, perdón el
“chas-chas” del teclado, contra lo que a mí me parecía como poco una bagatela,
que por aquello de querer ser políticamente correcto se estaba cayendo en una
excesiva ñoñería, -aquí podría haber utilizado otro adjetivo, pero pongo
ñoñería para reivindicar la ñ- y queriendo no ofender a unos cuantos se agravia
y se desvirtúa lo que hasta no hace mucho era de general complacencia y
aprobación; me estoy refiriendo a los cambios de títulos de cuadros y obras de
artes en Museos en las que aparecen palabras que determinan la condición de las
personas, y que sus autores, en aquel momento, titularon sus obras así, en
función del momento y de lo que ellos veían, expuesta aquella mi queja, y mi
parecer, lo dejo y paso a continuación a largaros otra cháchara sobre asunto
análogo.
Estos días atrás visitaba Italia el Presidente iraní Hasan Rohani. En principio la visita tenía un carácter puramente economicista, no en vano se llegó a un acuerdo en contratos de 17.000 millones de euro en inversión, para agasajar tal derroche al mandatario persa se le ofrecía una visita cultural a los Museos Capitalinos y evidentemente la correspondiente comida de honor y protocolo.
El primer ministro italiano, Matteo Renzi, más ancho que largo, la cosa no era para menos, estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de complacer a su “invitado” y darle gusto. Así que emitió las órdenes pertinentes para que aquellas obras de artes que mostraran partes pudendas y pudieran molestar a los invitados en su paseo por el patrimonio y la cultura romana, fueran ocultadas para evitar un no sé qué, que yo tampoco sé explicar.
Pues diré una cosa, mayor agravio que se le ha hecho al pueblo italiano, a su historia, a su cultura, y al arte en general no cabe. Pero la ocasión la pintaban calva.
En la correspondiente cena oficial también como cortesía no se sirvió ni vino ni ninguna otra bebida alcohólica; y todo ello por unos cuantos milloncejos de euros.
Me pregunto: ¿en algún momento de la visita se hablaría de la pérdida
de derechos humanos en otros países? ¿O de aquellos que aún tienen vigente la
pena de muerte? Me contesto yo solo: ¡me parece que no!
Para terminar con este escabroso pero rentable asunto, permitirme una anécdota particular. Siendo este vuestro pendolista responsable de Formación en una organización sindical a nivel regional, y a la vista del incremento de población extranjera en una localidad del norte de la Provincia de Cáceres, intenté montar cursos de castellano para aquellos que se habían asentado masivamente al pairo de trabajo agrícola, después de algunas reuniones con sus líderes y representantes me propusieron que en lugar de ellos aprender nuestra lengua se les enseñara a los nativos de la localidad su idioma; a eso se le llama endoculturación, así que cogí mis bártulos y los dejé al libre albedrío.
Cambio de tercio y no por ello menos espinoso, leo: “un menor agrede a sus padres por no comprarle un móvil”.
En
principio me resultó, como mínimo, alarmante; el muchacho de 16 años, furioso,
al no conseguir su teléfono destrozó parte de los enseres de la casa. Una vez
entrado en harina y analizando la situación general, uno puede llegar a
plantearse si al joven en cuestión no le pasa lo mismo que a otros nos pasaba
cuando no podíamos optar a tener una bicicleta nueva, un balón de reglamento o
cualquier otro juguete que hiciera furor por nuestra época. ¿Se puede entender
como un caso aislado y particular? Yo no me atrevo a tal aseveración; puede ser
un cúmulo de circunstancias, la pérdida de valores y respeto, el estar
acostumbrado a pedir y conseguir, el tener dependencia de la pantalla (sufrir
nomofobia)… Luego está la parte más social, aquella que los adolescentes
utilizan y que con ella hacen chantaje emocional haciendo ver a sus padres que
el móvil es un elemento de seguridad en muchos casos, que el no tenerlo es un
símbolo de pobreza tecnológica, incluso la autoculpabilidad que genera en los
padres al no poder acceder a la petición…; no es fácil, lo reconozco, no me encuentro
en esa circunstancias por cuestión generacional, pero en un escalafón más bajo
lo veo casi a diario, el exceso de dependencia de las tecnología en edades en
las que debería ser un recurso puramente educativo y nunca de recreo, pero
¿quién de los que usamos estos endiablados avances se atreve a hacer una dieta
de adelgazamiento tecnológico y estar durante un mes sin ver una pantalla y un
teclado?, lo reconozco, ¡yo, no! Hubo una época en que los libros se quemaban o
eran escondidos en monasterios para que el vulgo no pudiera acceder a ellos,
tengo en el asunto el corazón “partío”.
De lo penúltimo que se está imponiendo
por aquello de acaparar y guardar información y que yo llamo “síndrome de
Diógenes de datos” es el uso de la nube, yo también lo padezco.
Como hoy no he hablado de
política y de posibles pactos y gobierno, terminaré con una pregunta/reflexión:
¿no padecerán también nuestros políticos el Síndrome de Diógenes de datos y
estarán todos en la nube? ¡Bajen por favor, los estamos esperando!
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