Como aquel protagonista de la novela «zafoniana» al que un libro se le
apareció en el «cementerio de los libros olvidados», me ha pasado a mí con el
recientemente publicado «El secreto del agua» de Martín Tamayo.
Novela que se desarrolla al albur de un pantano en época de
florecimiento de estos bajo las directrices de los capitostes del momento.
Yo quiero contar mi secreto, que no es tanto, de otro pantano, este tan
real como la vida misma.
El mío se conoce como «embalse de Alcántara», e igual que el novelado
inunda las tierras de Encinares contraviniéndolo todo, incluso a costa de
alguna pérdida humana, en el caso del Pantano de Oriol, lo que se perdió fue la
zona más rica de los alrededores de Garrovillas de Alconétar, y no solamente por
los cultivos de algodón, tabaco, maíz…, de su vega, que era zona de sustento de
los pueblos próximos, también porque bajo sus aguas se quedó parte del pasado e
historia garrovillana.
Poco antes que se produjera la inundación, en las inmediaciones de lo
que se conocía como «parador de la Magdalena» se estuvo trabajando en las
excavaciones arqueológicas de una basílica paleocristiana del s. V, y aunque se
trasladó de lugar el puente Mantible, las aguas inundaron zonas donde aparecieron
una espada de bronce y una cruz con láurea de mármol que se conoce con el
nombre de «cruz de Alconétar», hoy se encuentran ambas en el Museo Arqueológico
Nacional.
Para recordarnos que fue aquella zona quedó de vigía la Torre de Floripes,
por donde, según la leyenda, flotan los barriles de Fierabrás, aquellos que
Alonso Quijano pedía para él curar sus heridas.
También están bajo las aguas los restos de lo que fue un puente para el
ferrocarril, construido en 1881 y dirigido por Gustave Eiffel, autor igualmente
de la famosa torre de París.
Cuando se cerraron las compuertas del Pantano de Alcántara se finiquitó
el sustento de muchas familias que tuvieron que coger la maleta y montarse en el
tren que habían visto pasar tantas veces, tren que, por decisión de los
prebostes del momento, alejaron de Garrovillas por miedo a que las chispas de las
locomotoras incendiaran sus tierras, tierras que hoy están yermas.
Bajo las aguas también está una industria de baldosines que se nutría de
las aguas y la arena del padre Tajo, arena que servía de playa a muchos junto
al Mantible, e incluso en un otero había una escuela que acogía a los hijos de
los braceros de la zona.
Pero al contrario de la novela de Tamayo, aquí nadie se indignó, todos
dieron por bien empleado aquel «pan para hoy y hambre para mañana» que ha hecho
que una población que llegó a los 6.000 habitantes hoy esté en poco más de
2.000, y que aquellas aguas bravas, limpias y curativas del Tajo se hayan
convertido en aguas remansadas, turbias y tranquilas, como los hombres de mi
tierra.
Aquel pan de muchos lo convirtieron en luz de pocos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario